Señor de la Guerra

He aplastado el orgullo de capitanes y sus bravos guerreros mercenarios con mis botas. Como un mercader, he cambiado sin descanso vida por muerte, placer por dolor, prosperidad por desesperación, más aún, he cobrado por ello incontables piezas de oro. He despreciado la paz y limpiado la sangre de mis manos en su blanco estandarte. He causado bajas por millares tras vencer en la guerra, y arremetido contra pueblos enteros, hambrientos e indefensos. He violado a mujeres extranjeras con una daga y practicado la tortura con esclavos con quienes debía comerciar. He raptado a jóvenes doncellas para desposarlas, desflorarlas y copular con ellas durante días hasta finarlas extenuadas y en cautiverio. He bebido vino en el cráneo hueco de un sacerdote, quien me acusó de paganía. He cabalgado por medio mundo conocido para traer la muerte a quienes no la esperaban y arengado a mis hombres para que guardasen mi espalda y siguieran las huellas de mis pisadas, que llevé más allá del árido desierto. Por todos soy conocido y odiado, y no hubo en vida figura que pudiera infundir más temor que la mía. Los bárbaros llaman “miseria” a mi corcel y “cólera” a mi espada. Presumo de haber matado a hombres con todas las armas de que alguna vez dispuse, con las manos desnudas, incluso presumo de haber decapitado a un Rey con mi rodela. Cuando narran mis gestas en una taberna o posada nadie ríe y todos callan, rezan plegarias en silencio para exiliarme de sus destinos. Solo vasallos y muertos conocen mi cara, mas quien me acaudilla se niega a mirar. La muerte existe y es mujer solo porque yo soy su hijo. Los dioses cuyos templos he quemado no desean ya mi muerte, ni mi encuentro en sus tierras infinitas, porque incluso ellos me tienen miedo.

Soy el terror, la crueldad del hombre, yo solo, la peor de las plagas y embajador de la muerte en vida. Todo esto es lo que más gozo pudiera causarme y no conozco mejor forma de emplazar el tiempo que me dispusieron, ni mis enemigos pueden imaginar para mi mayor maldad de la que yo he dispuesto.

No tengo miedo a la muerte ni al castigo eterno, porque yo soy ambas cosas.

Atila, el huno.

El prisionero

Se gira para contemplar con desatino como su dicha no mejora. La opacidad tras su nariz prominente dibuja contra el muro la silueta de un rostro despiadado, de facciones angulosas y exageradas. Bajo la sombra de su esperpéntica cara hay un calendario dibujado con tiza en una de las paredes de su celda, que tiene que desplazarse para poder ver. Nadie vino en años, sin más amparo para él que el de la escasa luz que se filtra por unas perforaciones en la parte superior de la gruesa puerta de hierro. Más de cerca, el calendario sirve a placer la prueba fehaciente del encierro y la tortura que la soledad arrastra, y que sigue arrastrando. La comida; un líquido negruzco y espeso, servido frío en un hosco cuenco de piedra, rebosado de cortezas de pan más secas y asperas aún que el propio cuenco, yace desparramada por el suelo. Sin posibilidad de holgarse más que desparasitando el sucio pelaje que le crece ageno al lento discurrir de las horas, con las liendres aferradas en el como únicas compañeras.

Un viento llegado insólito empuja con fuerza tal que logra entreabrir la puerta.
Pudo la sorpresa engañarle, haciéndole creer en principio que hubiera alguien del otro lado, hasta que el soplo de aire trae a sus desacostumbrados oídos un silvido chirriante, el del viento enfurecido. Soliviantado por el engaño, lleva su mano derecha al cinto y toma de el un llavín que usa para cerrar la puerta desde el interior, despues de tirar de ella.

Sentado en la penumbra, ahora llena por el silencio, recuerda el tiempo pasado y marañoso, confundido por la soledad del cautiverio. Tras pensarlo un instante, concede a su oído un dudoso placer no acontecido desde tiempos remotos, el de escuchar su própia voz; antaño noble y vibrante, ahora quebrada y tan apagada como el brillo de sus ojos en su envejecido semblante cavernario. Finalmente y no sin esfuerzo, consigue emanar algunas palabras susurrantes de su garganta:

Antes que el tiempo me vea finar deseo dejar aquí mis recuerdos, pues aunque poséo todas las llaves de esta mazmorra, la soledad me custodia a mí. Yo, que un día ya olvidado fui carcelero.